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Promotio Iustitiae
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Comernos la Tierra

Gregory Kennedy

"Aquel que tiene una razón para vivir", afirmaba Nietzsche, "puede soportar cualquier forma de hacerlo". El psiquiatra Viktor Frankl sacó mucho jugo a esta profunda reflexión. Frankl, pese a lo que dice Freud, afirma que el impulso humano primario no es de naturaleza sexual, sino existencial. Aquello que nos conduce a nivel más básico es nuestra necesidad y nuestro deseo de conocimiento. La libido llega después.

El desafío más importante al bienestar ecológico de los norteamericanos, tanto de los jesuitas como de todos los demás, es conseguir valorar el peso de la sentencia de Nietzsche en la "logoterapia" de Frankl.  Es como si la razón principal por la que, en abierto desafío a toda regla física, sigamos avanzando despreocupadamente como si el mundo se elevase hacia el cielo en un globo aerostático, nos viniese de una deficiencia de conocimiento. Estamos semánticamente desnutridos. Y, como ocurre a menudo en casos de hambruna, en nuestra desesperación, hemos decido comernos la Tierra.

Frankl tuvo la terrible oportunidad de probar empíricamente su original teoría psicológica en el infernal laboratorio del Holocausto. En su calidad de prisionero de Auschwitz, descubrió el denominador común entre los supervivientes de aquella incesante brutalidad: toda vida capaz de retener algún propósito o razón para existir, pese a su estado físico, tiende a perdurar. Los maridos viven por sus mujeres, las madres por sus hijos, los creyentes por su fe en Dios. Si el creyente maltratado pierde su fe, el marido a su amada, la madre a la última de sus hijas, sus vidas enseguida se extinguirán.

El hecho de que los norteamericanos no solo hayamos conseguido sobrevivir, sino prosperar frente a la actual agresión ecológica, indica que tenemos una poderosa "razón para vivir". El cambio climático, las temperaturas extremas, la erosión del suelo, la polución global, el problema del petróleo en su punto álgido, las extinciones masivas de especies, los conflictos inducidos por escasez de recursos -nada parece poder hundirnos. Seguimos comprando y vendiendo como si no existiese un mañana. Dada esta alarmante conexión entre un futuro truncado y nuestros hábitos de consumo, ¿cómo es posible que nuestra "forma de vivir" no haya influido en nuestra "razón para vivir"? O invirtiendo los términos, ¿cómo es posible que nuestra "razón para vivir" haya creado una "forma de vivir" tan dañina?

Plantearnos estas cuestiones, nos obliga a escudarnos tras los valores contemporáneos. A lo largo de todo nuestro discurso, tanto jesuita como de otro tipo, sobre opciones preferenciales, relaciones correctas, justicia social y ecológica como elementos constitutivos de nuestra fe, la mayoría de nuestros valores funcionales -aquellos valores que rigen las decisiones y actuaciones cotidianas -siguen siendo esencialmente consumistas. La conveniencia, la inmediatez, la elusión del esfuerzo físico, la fidelidad tácita a la noción materialista del progreso: estas "razones" prácticamente encubiertas, prácticamente indiscutibles, nos confieren el asombroso (en todos los sentidos de la palabra) poder de soportar las penurias emocionales, espirituales, sociales y morales de una cultura literalmente anti-biótica (contraria a la vida). No cabe duda de que nuestras almas y nuestras conciencias sufren aunque sea de forma inconsciente, por las desigualdades, la opresión y la capacidad destructiva que nuestro estilo de vida perpetúa. Nuestra forma de sobrevivir a este trauma, es aferrarnos cada vez más ferozmente a los cuestionables valores por los que nos guiamos.

En consecuencia, nos enfrentamos a un "desafío consumista" de enorme magnitud que requiere mucho más que cambiar de gasolina con plomo a gasolina sin plomo, de diesel a biogasolina. Tenemos que extraer totalmente el motor para examinar y reemplazar todas las juntas y pistones gastados que nos hacen seguir consumiendo gasolina, entre otros muchos combustibles. Debemos reconstruir lo que nos dirige, de tal manera que nuestros valores funcionales se entrelacen con nuestros valores cristianos y lograr así que nuestra vida material no siga llevando las riendas de nuestra alma. Incluso nuestro lenguaje debe cambiar. Nuestro vocabulario tecnificado nos encierra en metáforas como la que se trasluce a lo largo de estos párrafos, metáforas que conforman nuestra manera de entender en términos de máquinas y ordenadores. Al fin y al cabo, no hacemos más que representar el papel que nos hemos asignado.

Hasta ahora, nos hemos aproximado a este desafío consumista sobre todo desde la vía de las "formas". Por lo tanto, no debería extrañarnos que nuestras motivaciones y esperanzas de éxito se esfumen como el humo. Nuestro maltrecho sistema industrial-militar, cada vez más globalizado, cada vez más extendido y afianzado, parece demasiado imponente para cambiar. Tanto es así, que nos otorga nuestra actual "razón" para vivir. Pues si la conveniencia, la elusión del esfuerzo físico y el individualismo se alzan como los objetivos que nos guían, nos veremos obligados a protegerlos, contra viento y marea, utilizando cualquier medio para ello. Aceptamos  el castigo eterno del consumismo porque, qua consumidores, ya hemos, a priori, perdido nuestro camino.

Si nuestras "razones", nuestras más profundas y motrices "razones para vivir" deben cambiar, es necesario que encontremos el empuje, la fe y la inteligencia para aguantar todos los "cómos" inusuales. Como dice Pablo: "...y fiel es Dios, que no permitirá que vosotros seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla" (1 Corintios 10:13). Si la norma de evitar las emisiones de carbono, por ejemplo, se convirtiese en un valor operativo, sin duda nos esforzaríamos, de forma inconsciente, en evitar el transporte aéreo y el uso de automóviles privados. Es muy posible que hoy esto nos parezca algo inviable, si no imposible, y probablemente también poco apostólico. Bien es cierto que nuestras actuales "razones" difícilmente nos permiten plantearnos esta opción. Nuestras conciencias gozan de unos hombros titánicos para soportar la carga de la acidificación de los océanos, la hambruna masiva, la desertización, la extinción de especies y de cultivos costeros, más todos los demás estragos del cambio climático;  pero la idea de ir caminando al trabajo, renunciar a una conferencia al otro lado del océano o quedarse en casa durante las vacaciones, nos parece un sacrificio excesivo. Nos sentimos faltos de recursos para acometer tales renuncias. Sin embargo, la percepción de estos sacrificios como insuperables solo se produce dentro de nuestro actual paradigma de "razones" antropocéntricas y consumistas. Si consiguiésemos alterar estas últimas, ir al aeropuerto, por ejemplo, nos parecería algo tan impensable como hoy pueda parecernos ir en tren desde Vancouver a Toronto.

En vista de todo esto, puede que los miembros de la familia Ignaciana se sientan atrapados en una postura cognoscitiva difícil. Después de todo, según nuestro primer Principio y Fundamento, todo nos está permitido siempre que nos ayude a alabar, reverenciar y servir a Dios. Contamos con el magis para guiarnos y nada es demasiado bueno para el apostolado. Aquí debemos andarnos con cuidado, porque a menudo podemos volvernos "demasiado jesuitas" en la justificación de nuestros actos, algo que puede llevarnos a servir a otros ídolos que no sean Dios. En la época crepuscular de la integridad ecológica, Dios viene a nosotros de manera inesperada. Puede que, después de todo, nuestra manera de alabar, reverenciar y servir debidamente al Dios de la vida en una era anti-biótica no sea tan apropiada como pensábamos. El énfasis en la redención personal deja paso al interés de la salvación de la creación, donde todo lo creado, y no solo el contingente humano, está llamado a la gloria salvadora de Cristo. Por consiguiente, es muy posible que nuestro magis signifique claramente menos volar con la jet-set, menos producción, menos consumismo superfluo de los recursos naturales y de la belleza de la diversidad de la tierra. Nuestro magis de hoy puede ser la demostración creativa de cómo menos es más.

Los jesuitas siempre hemos estado cruzando fronteras, y así debemos seguir. Este es nuestro desafío al consumo. Perpetuar las viejas y destructivas "formas" en nombre del apostolado es hacer oídos sordos a nuestra vocación de pensamiento creativo, contemplación y acción. Debemos vivir nuestra fe, aquella que nos muestra a Dios vivo en todas las cosas de la tierra. Una vez que nuestra fe se haya convertido en nuestra "razón" funcional, podremos dedicar todas nuestras fuerzas y habilidades a las "formas" creadoras que sean respetuosas, prácticas, ecológicamente sensatas y dignas de elogio.  

Para guiarnos en este camino, necesitamos no solo fijarnos en aquellos rincones y recovecos de nuestra vida en los que los valores consumistas no se han filtrado aún. Pocos de los que somos católicos, por ejemplo, nos quejaríamos de la pérdida de tiempo que supone limpiar a mano el cáliz y la patena durante la celebración de la misa. Seguro que sería más conveniente emplear recipientes desechables de poliestireno. Nuestra incapacidad de considerar este concepto proviene de un valor funcional distinto a la conveniencia. Si valores similares impregnasen otras facetas de nuestra vida cotidiana, nuestra existencia podría volverse mucho más sacramental, por no decir además que mucho más sensata.

Nuestra psique ignaciana, tanto personal como colectiva, se encuentra en una posición perfecta para beneficiarse de una versión casera de logoterapia. Al ordenar nuestras vidas en torno al Logos, Dios hecho carne en Jesucristo, cuyo amor tiene poder para conducirnos a través de todo tipo de teóricas adversidades y supuestas penurias, descubrimos valiosas fuentes de fortaleza para el sacrificio y el servicio. Una vez nos hayamos ordenado de esta manera, nuestras "razones para vivir" engendrarán unas "formas" perfectamente mundanas para el florecimiento de toda vida en este maravilloso orbe. En resumidas cuentas, nuestro desafío al consumo consiste en desafiar nuestro consumismo con valores de mayor orden moral dirigidos por esa Palabra que amaba tanto al mundo que se hizo humana para cuidar de él. 



 
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